Cuento de Navidad: la familia de Lavapiés

La continuación de La camarera novata de la calle Belén

Dejé al ‘polaco’ que condujera mi moto de camino a mi casa para que su mujer no caminara en su estado. Llamo ‘polaco’ al marido de la camarera novata desde que le vi por primera vez. En realidad no sé de qué país es. Nunca me interesó demasiado la geografía. El camino que les había marcado para que llegaran a Lavapiés, mi barrio, era sencillo. Incluso para dos jóvenes que estaban a punto de ser papás primerizos y que no conocían bien Madrid. Solo tenían que llevar mi destartalada Yamaha desde el Parque del Retiro hasta la Plaza de Lavapiés. Apenas había diez minutos de trayecto. ¿Qué podía fallar?

La muchacha embarazada daba pequeños pasitos. Muy cortos. Me recordaba a uno de esos gladiadores de humor amarillo. Si hubieran tenido que llegar caminando en esas condiciones a mi casa nos hubieran dado las tantas. Y yo tenía hambre. Solo había tomado en todo el día medio café hirviendo y unas castañas rugosas que me había vendido una anciana vestida entera de negro. La chica logró subirse en mi moto pero tuvo que dejar las dos piernas colgadas para un lado. Con una mano se sujetaba la espalda y con la otra se acariciaba la barriga. Ella llevaba puesto el casco. El polaco logró arrancar la moto a la primera y giró fuerte el acelerador. Mi bufanda manchada de café, que la joven llevaba anudada al cuello, casi sale volando.

—Pero agárrate a tu marido, mujer —dije. La risa de ella se entremezclaba con el rugido del motor —Y tened cuidadooo…— chillé mientras se alejaban.

Cuando ya habían tomado la calle cuesta abajo y sin freno emprendí el camino a casa por la calla Atocha. Me subí el cuello de la chupa para no coger frío. “¿Seguro que han tirado por la izquierda?”, dudé frunciendo un poco el ceño. Siempre que dudo de algo arrugo la frente. Desde que era un enano. En aquel momento se me incrustó en la nariz el aroma que más me podía recordar a la Navidad: porras con chocolate. Se me hace la boca agua cada vez que escucho esas tres palabras juntas. La calle de Atocha me recuerda a mis padres paseando de la mano, conmigo en medio como un fuerte pegamento. Los ojos se me humedecieron. Maldito humo del puesto de churros.

Sin acelerar el paso llegué casi sin darme cuenta, sumergido en recuerdos ñoños de infancia, a la Plaza de Lavapiés. “Ya me estarán esperando los inmigrantes tortolitos”, pensé. Pero nada. Me paré en la boca del metro, donde le había dicho que me esperaran, pero allí no había nadie. Ni la madre. Ni el padre del niño. “¡La madre que les parió!”, dije en voz alta. Suelo hablar solo.

Empecé a preguntar por ellos a todo el mundo con el que me crucé. A un chino que vendía unas rosas y cervezas, a una señora que arrastraba un carro con la compra de Nochebuena, a un chaval que fumaba sentado en un banco mirando al suelo en lugar de al cielo… Me sentía como el abuelo de La Gran Familia buscando al pequeño Chencho por la Plaza Mayor. Empecé a gritar por la calle: “Polacoooo…. Camareraaaa novataaa…” Cuando ya había perdido todas las esperanzas, le pedí un cigarro al chaval que estaba sentado en el banco y me senté a su vera. Suspiré antes de pegar la primera calada. “¿El polaco seguro que me ha birlado la moto? Mira que soy idiota”, le dije al joven, que seguía mirando al suelo. Cuando estaba apurando el cigarrillo aparecieron los dos —el polaco y la camarera novata— bajando la cuesta. Caminando y con la moto a cuestas, como si fuera una bicicleta. Charlaban animadamente. Él le hacía cosquillas a ella. Ella se acariciaba la barriga. Siempre se acariciaba la barriga.

—No conseguimos arrancarla tras un semáforo. Y nos perdimos. Lo sentimos —me dijo él mirándome fijamente a los ojos— Yo no sé pedir disculpas mirando a los ojos.

—Pero tío, ¿sólo tienes que girar la llave y mover un poco el manillar izquierdo antes? Mira. ¿Lo ves? —le indiqué dándole unas cuantas palmadas en la espalda para que viera que no pasaba nada. Del polaco quería ser colega.

Nos dirigimos a casa y, entonces, me di cuenta de que la tenía echa un auténtico desastre. La noche anterior me había bebido unas cuantas cervezas con mi amigo Jose y ni siquiera había tirado las latas al cubo. Tampoco, por supuesto, había hecho la cama y tenía medio armario tirado por el suelo.

—A ver, mi casa es muy humilde. Un piso de soltero da para lo que da, ¿sabéis? Pero tengo ducha, cocina y sofá cama. Yo os dejaré mi habitación para que estéis cómodos.

—Seguro que pasamos la noche mejor que entre cartones, ¿no crees? —me respondió la camarera novata mientras me guiñaba un ojo— ¡Gracias!

—Lo pasaremos bien. No pidas tantas disculpas. El favor nos lo haces tú a nosotros. —dijo el polaco muy serio. Quería ser simpático. Pero se le notaba preocupado por el antro en el que acababa de meter a su mujer. A mí me hubiera pasado igual.

La embarazada logró subir los dos pisos con escaleras gastadas y, después de abrir la puerta, mientras ellas se recostaba en el sofá un rato a descansar, porque no podía más, el ‘polaco’ se puso conmigo a colocar todo en su sitio, como si yo fuera un adolescente al que su amigo le ayuda a recoger la casa tras una fiesta antes de que vuelvan sus padres. Y me empezó a contar su vida.

—Llegamos a Madrid para pedir el visado en la embajada pero lo hemos perdido todo. La cartera, el dinero que traíamos ahorrado, las maletas, la documentación. Nos lo robaron todo. Todo. Tendremos que hacer un viaje mucho más largo. Buscamos una casa porque donde vivíamos hasta ahora, nuestra ciudad, ya no es un lugar seguro. Te voy a contar como nos conocimos… —dijo mirando con dulzura a su mujer.

—Mejor durante la cena, que me está crujiendo el estómago y voy a ir a preparar algo —le interrumpí abandonando el salón y dirigiéndome a la cocina para buscar viandas.

Saqué unos vasos, unos cubiertos, encendí la lumbre y puse a calentar unas pocas almendras. Me chiflan las almendras. Por fin estábamos los cinco en mi barrio. Lavapiés. Si hubiera sabido lo importante que iba a ser lo que significaba Lavapiés para la criaturita que estaba a punto de nacer…

Aquella fue la mejor noche en mucho tiempo. Había pasado de estar completamente solo, rodeado de gente, a sentir por primera vez mi piso como un hogar. Seguro que así es como vivieron mis padres, que en paz descansen, en aquel apartamento pequeño en Lavapiés cuando eran jóvenes. Y yo un bebé recién nacido.

Miré el reloj que había encima del televisor. Pasaban dos minutos de la medianoche. Ya era 24 de diciembre.

—Mañana a estas horas estaremos celebrando la Nochebuena— dije mirando a aquellos dos jóvenes migrantes a los que había metido en mi casa— ¿Os quedaréis aquí a celebrarla conmigo, verdad?

Continúa en Cuento de Navidad: el milagro que pude abrazar y tocar

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2 comentarios en “Cuento de Navidad: la familia de Lavapiés

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