Cuento de Navidad: La camarera novata de la calle Belén

Entré en aquel lugar porque necesitaba un café urgente. El bar, adornado con luces de colores, apestaba a tabaco. Fumo de vez en cuando pero odio el olor a colilla quemada. Me dirigí hacia la barra, me quité el casco de la moto, el abrigo y la bufanda y me recosté en una de las banquetas. Media bufanda se quedó arrastrando por el suelo. Tiré un poco de ella pero sin demasiadas ganas, la verdad. Eran las doce de la mañana y los niños de san Ildefonso seguían cantando de fondo: “No sé qué mil novecientos cincuenta y seis, ciento veinticinco mil peeseetaaas”. Ese soniquete siempre me ponía de los nervios. Aún no había salido el Gordo.

—Un café doble con una pizca de leche, por favor, sin azúcar ni sacarina. Y un vaso de agua— No quería dar opción a que nadie me hablara. Ni siquiera a la camarera.

—¿El café, cómo lo quiere usted, en vaso o en taza? —preguntó la joven morena y con acento raro. No tendría ni veinte años. Escondía un bombo debajo del delantal blanco. Le temblaba la sonrisa.

—Haz lo que quieras— le dije algo cortante.

Pero ella como si nada. Canturreando, calentó la leche durante un buen rato y, cuando se dio la vuelta para servirme, sin parar de cantar, se tropezó y me tiró medio café encima.

—Ay, perdón—dijo delicadamente, sin alterarse demasiado y sin perder la sonrisa— Ha sido sin querer. Soy una camarera novata— se disculpó un poco apurada la muchacha.

Pegué un brinco. Intentando guardar la compostura, me limpié el pantalón y la manga del jersey con una esquina de la bufanda, me chupé la mano y le pegué un sorbo a los dos tercios de café que quedaban en el vaso. Me quemé la garganta. Mientras me bebía corriendo el vaso de agua se empezó a formar un alboroto en el bar. “Es solo un quinto premio. Tranquilidad”, dijo un paisano. Aproveché aquel momento de confusión para coger dos monedas de veinte duros del bolsillo y pegar un suave palmetazo en la mesa con las moneda, que rebotaron como si quisieran tentar a la suerte.

—Aquí tienes doscientas pesetas, muchacha, lo que sobre quédatelo de propina si quieres. Hoy es tu día— le dije. La verdad es que no quería esperar a que me diera el cambio.

—Feliz Navidad, chavalín. ¡Y muchísimas gracias!— me dijo con el rostro  y los ojos bien iluminados.

—Feliz Navidad, chavalita— le respondí yo algo más simpático. Me había gustado que me llamara chaval, la verdad.

—Con la propina cómprale algo a tu niño o a tu niña cuando nazca —continué diciéndole mientras salía de allí sin esperar a que me respondiera.

Dijo que sería un niño mientras yo cerraba la puerta del bar con ímpetu. No me gusta hacer las cosas a medias. Me ceñí bien la bufanda y me puse unos guantes que llevaba en el bolsillo del abrigo. Hacía tanto frío que, con los guantes y todo, me encendí un cigarrillo. Mientras aspiraba y expulsaba el humo con cierta ansiedad, como si el tabaco fuera una especie de calefacción, sujetando el pitillo entre los labios, intenté arrancar mi moto, que había aparcado en la puerta de aquel bar mugriento de la Calle Belén de Madrid.

Mi moto tardó en arrancar pero al final se portó bien. Tenía que ponerla a punto. Echaba demasiado humo. Ya en marcha, tiré la colilla, me calcé el casco y aceleré. Me gustaba la libertad que me permitía ir subido en mi moto. Era de lo poco que tenía. Eso, mi trabajo de mecánico y un pequeño piso de treinta metros cuadrados donde vivía en Lavapiés y que me habían dejado en herencia mis padres, que en paz descansen. Para mí la moto es como ir subido en un tanque en plena guerra. Subido a mi Yamaha negra, algo destartalada y llena de pegatinas, me siento algo más libre. Aunque sea solo a ratos. La libertad a ratos es a lo único a lo que podemos aspirar en el mundo de hoy.

Después de pasar cerca de una hora conduciendo por las calles del centro, sorteando a madres y abuelas que paseaban con pastorcitos enanos de la mano, aparqué en la Puerta de Alcalá, compré unas cuantas castañas y me sumergí en el Parque del Retiro a pensar y a pasear. Miraba con admiración cómo los chiquillos jugaban al escondite entre los árboles. La Navidad me generaba ternura y rechazo al mismo tiempo. Siempre había soñado que con treinta años ya habría conocido a una chica, que habría formando mi propio hogar y ella lo habría decorado con un árbol repleto de luces y bolas con forma de manzana… Pero no. Qué va. De momento me pasaba las mañanas trabajando en el taller y las tardes fumando y bebiendo cervezas con los amigos. No estaba mal mi vida, no. Pero no era la que de verdad quería. “Yo ya tendría edad de tener un hijo…”, era una frase que siempre me repetía a mi mismo porque no me atrevía a decirme que me gustaría ser padre. Eso eran palabras mayores. Me comí las castañas y, como no me quedaba tabaco para entrar en calor y tenía bastante de sueño, me tumbé en el césped y me tapé con el abrigo y la bufanda.

Lo siguiente que recuerdo es que ya era de noche y que me levanté tiritando. No sabía ni la hora que era. Estaba bastante desorientado después de una larga siesta de Navidad en el Retiro. Intenté entrar en calor pegándome unas cuantas carreras por el parque, y trotando alrededor del lago. Y entonces les vi. Una pareja que caminaba lentamente de la mano. Me quedé embelesado con la silueta de ambos, ntrelazados, a contraluz. Ellos también me vieron a mí. Y se quedaron quietos.

—Perdón, perdón… Que soy buena gente. No soy un maleante. Voy en son de paz. —repetí en voz alta haciendo con la mano gesto de la pipa de la paz para quitarle hierro a aquel momento incómodo.

Él dio un paso adelante y le pude ver la cara, iluminada por la farola. Era un hombre de unos veintitantos años. Prácticamente de mi edad. Llevaba poca ropa de abrigo para la época del año en la que estábamos. No parecían muy preparados. Y en el fondo se quedó la chica parada. En penumbra. Él, que era de un país del Este, hablaba de forma entrecortada.

—Perdóname. Quisiera pedirte un favor. Acabamos de llegar a Madrid. Buscamos pensión. Ella ha conseguido trabajo, pero aún no cobró… ¿No conocerás un sitio dónde poder quedarnos con esto? —dijo, mientras enseñaba una moneda de cien pesetas— ¡Mi mujer ya me habló de ti!

—¿De mí? A ver, pero a donde vas con eso… La vida está muy cara, hombre —le respondí mirando la moneda.

—Verás, está embarazada, muy embarazada, de hecho… —me dijo mientras se rascaba la barba y sin perder nunca la tranquilidad. ¿De dónde lo habrán sacado?, pensé para mis adentros.

Y entonces ella dio un paso adelante, hacia la luz que nos iluminaba. A él y a mí. Y reconocí a la camarera novata del bar de la calle Belén a la que le temblaba la sonrisa y que me había servido el café esa misma mañana. Aquella chavalita de unos veinte años que me había tirado la leche hirviendo encima y que hablaba un poco raro. Aquella joven a la que yo le había respondido de malas formas y a la que le había dado veinte duros de propina. Las cien pesetas que ahora su marido me estaba enseñando en medio del Parque del Retiro, confiando en que yo no era un maleante que les quería robar.

—¡¡Hombre, si eres tú!! ¡La camarera novata! ¡Qué sorpresa! Veniros a mi casa. Total, estaré solo esta Navidad. Por cierto, ¿cómo se llama tu chico, tu marido? ¿A vosotros no os ha dicho nadie que en Madrid, en invierno, hace bastante frío? ¿De donde habéis salido? —pregunté ansioso sin dejarles responder mientras me frotaba las manos para seguir entrando en calor.

Hablaba con una velocidad nerviosa que descubría mi entusiasmo. Pero la pareja no me hizo ningún caso. Se daban un tierno abrazo que me dio bastante envidia, por qué no decirlo. Pero yo estaba encantado de que aquellos dos extranjeros vinieran a dormir aquella noche a mi pequeño hogar del barrio de Lavapiés. Sería el mejor anfitrión. Así me sentiría menos solo en aquella fría Navidad. Ahora mi misión era cómo llevarlos a casa, porque a bordo de mi moto no iban a caber los tres… 

—Chavalita, ¿quieres mi bufanda, que hace mucho frío? —le ofrecí. El marido me lo agradeció con una sonrisa.

Lo que ocurrió dos días después de aquella noche cerrada de un 23 de diciembre en el Parque del Retiro ya os lo contaré otro día.

Continúa en Cuento de Navidad: La familia de Lavapiés

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