Perspectiva. Hoy me he despertado con esta palabra en la cabeza y la buscado en el diccionario. Admito que siento cierto placer al rastrear en ese libro tan gordo como la Biblia donde hay miles de combinaciones posibles, capaces de hacer magia. Me he quedado con la tercera definición. “Manera de ver algo desde un punto espacial determinado”. Y he pensado que no es lo mismo observar desde lo alto de una montaña que mirar desde lo más bajo de un valle. Tampoco es lo mismo observar el asfalto desde la ventana de mi impersonal oficina que, arrodillado en el banco de una iglesia, contemplar el Cielo a través de una vidriera de colores.
Hace unos meses salí a caminar a la montaña con un buen amigo. Había sido una semana dura. Quizás estresante en el trabajo. Quizás estaba preocupado por el futuro. Digo quizás porque no me acuerdo bien. Lo que único que sé es que era sábado y que sentí gran alivio en el estómago al observar la ciudad de Madrid desde lo alto de una cumbre en la sierra.
No recuerdo el nombre de la montaña que subimos pero hay impresiones que nunca se olvidan. Mirar desde lo alto, desde muy muy alto, me hizo sentirme pequeño, muy pequeño. Y al mismo tiempo me vi grande. Más grande que nunca. Pequeño en medio de la naturaleza salvaje pero grande ante los problemas de la ciudad que me abruma y que ahora veía diminuta, como si de una maqueta de juguete se tratara. Si llego pronto o tarde al trabajo; si tardo diez minutos más en entregar un artículo a mi jefe; si recibiré esa importantísima llamada de teléfono con la que llevo días soñando; si me peleo con mi chica por no se qué; si he descubierto el sentido completo de mi vida… ¡Qué más da!
Me viene a la cabeza otro momento cumbre. Mi amigo y yo subimos La bola del mundo. El nombre de este pico sí que lo recuerdo. Nevaba muchísimo. La niebla y el color blanco lo envolvían prácticamente todo. El agua gélida golpeaba mis mejillas como si fueran diminutos cuchillos. Y se nos hacía tarde. Si no nos dábamos prisa, se nos echaría la noche encima. Pero nosotros continuábamos subiendo el monte mientras que los otros caminantes bajaban, decepcionados, huyendo de una borrasca imposible. “¿Se ve algo allí arriba?”, preguntó mi amigo a unos caminantes que descendían. Pero no. No había vistas.
Y de repente a mi amigo, que es católico como yo, se le ocurrió decir en voz alta: “Te pedimos Señor que quites las nubes y nos regales un paisaje mucho más claro”. Como si hubiera pronunciado un encantamiento, las nubes desaparecieron y pudimos contemplar el cielo azul mientras que las nubes huían a la derecha con pavor. No había sido magia. Era la oración. Suspiré. “Y dijo Dios: hágase la luz. Y de repente la luz se hizo”, relata el Génesis.
Pero al observar el mundo con más claridad, mi amigo vio otra montaña a lo lejos y me propuso subirla. Y yo, que no estaba demasiado en forma, resoplé perdiendo un poco la paciencia. Mientras que él, desde arriba, veía una nueva oportunidad de seguir caminando, yo, timorato y cansado, desde más abajo, sentía que además de subir una montaña, por culpa de la claridad en el cielo, ahora me tocaría remontar una segunda cumbre. No me quedaban fuerzas.
Al final me arrojé, como las cabras, al monte. A luchar contra la nieve y las piedras con mis zapatillas de paseo. En pleno invierno. Estuve a punto de resbalarme varias veces y, al final, me caí. Gracias a Dios no me rompí nada. Cuando ya estaba en las faldas de aquella montaña, con la adrenalina de haber logrado algo que me parecía imposible, logré motivarme para seguir subiendo cumbres y perder de paso treinta kilos que me sobraban. Sí, treinta. Lo conseguí. Y aunque aún no soy una cabra montesa, sueño con que quizás algún día pueda llegar a ser tan ligero como ellas, que son capaces de desafiar la gravedad como los astronautas cuando pasean por la luna.