Ha pasado de apestar a colonia cara Dolce & Gabana a desprender, por cada poro de su piel, una leve fragancia a fosa séptica. Está sucio. Como si hubiera limpiado una chimenea. Calza unas Nike, está embutido en una chaqueta de cuero y lleva un iPhone con la pantalla rota en el bolsillo de los vaqueros. Pero ya no le queda prácticamente nada más. Lleva una semana sin ducharse.
Hace dos meses atrás dormía en una cama de sábanas blancas de lino. Acompañado pero solo. Ahora lo hace entre cartones, como si fuera basura para reciclar. Más solo. ¿Más solo? Son las siete y cinco de la mañana. Ha empezado a amanecer. Abre los ojos. Pero no se levanta. Miles de pensamientos revolotean en su cabeza en apenas diez segundos.
—Qué frío. Necesito una raya. Me mataré. Lo juro. Prefiero estar muerto que ser un pobre de mierda. Si no me mato yo algún día me despertaré congelado. Puto frío. Tres noches ya. Tres putas noches durmiendo en la puta calle. Tengo hambre. Me muero de hambre. ¡Mírate! ¡Das asco! Doy puto asco. Ni siquiera puedo pensar del hambre que tengo. Necesito una raya. ¡Joder! Soy un cobarde. Si ni siquiera me voy a matar. No tengo valor ni para matarme. Soy una inmensa mierda. Eso es único lo que soy. Una inmensa mierda. Marrón oscura. Negra. Necesito es una raya. O un cigarro. O una chica. ¡Ja! ¡Venga, hombre! Si doy asco. ¿Quién va a querer arrimarse a este saco de huesos? Si no tengo dinero ni para un café. Parezco sacado de Auschwitz. Doy pena.
Trata de levantarse lentamente. Nada diría ahora que cuando tenía veintidós años corría un maratón cada tres meses. Se cruje la espalda y los dedos de las manos y trata de entrar en calor recorriendo impulsivamente los tres metros que hay dentro del cajero automático en el que duerme. Como un ratón en su jaula. Él se siente más bien como una de esas ratas alargadas que viven en las alcantarillas. Y que nadie quiere ver. Observa que del portal de enfrente salen un niño y su padre. De la mano. La ciudad comienza a despertarse.
— ¡Pobre niño! No sabe a qué mundo ha venido. ¿Y su padre? Mira el bobo del padre. ¿No se le cae la cara de vergüenza? ¡Mira que haber traído a un crío a este mundo de mierda! Iluso. Tonto. La que le espera. No le sueltes la mano. A mi me la soltaron y, ya me ves, aquí estoy. No me ves. Soy bobo. Un idiota. ¡Un subnormal! ¡Joder! Mira que haberme ido de casa. La culpa es de mi padre. Me cago en mi puta vida. ¡Siempre tan bueno! ¡Taaaan delicadooo! No sabe bien lo que es este mundo al que me trajo. Joder. Joder. ¡Joder! Puta vida de mierda. ¿Por qué no me paró, joder? ¿Por qué dejo que su “hijito” se llevara la herencia y que me fuera de casa? Si ni siquiera soy su hijo. Le estafé. ¡Todos los trabajadores de mi padre tienen algo que llevarse a la boca y yo, aquí, muriéndome de hambre! ¡De asco! ¿Y mi hermano? Don Perfecto. ¡Ay, don Perfecto! Mejor no me caliento. Puta vida.
El joven sale del cajero, su jaula nocturna, a respirar aire puro. Y a fumar. Se enciende un cigarrillo que ha encontrado gastado a la mitad en la acera. Le ayuda a calmar un poco el mono. Trata de limpiar la boquilla con los dedos. La ensucia más. Se saca una cerilla. Enciende el pitillo y aspira. Entre calada y calada, ve como un tenue rayo de sol se cuela entre los edificios, la contaminación y las nubes. Tiene una idea. Exhala.
—No puedo más. Ya está. Volveré a la casa de mi padre. Le diré algo así: «Soy lo peor. Lo siento, papá. Perdón. Mil veces perdón. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo. Trátame como a uno de tus jornaleros del campo, pero dame de comer. Trabajaré. Haré lo que quieras. Pero necesito un techo. ¿No te doy pena? Te dejaré en paz. Me portaré bien. Cumpliré tus normas. Pero ayúdame. ¡Ayúdame! Dame algo de comer. Aunque sea hoy. Déjame algún sitio en el que pueda dormir” ¿Colará?
Tira el cigarrillo, apurado, al suelo. Lo apaga con la suela de sus Nike. Saca el iPhone del bolsillo, apagado. Si hubiera tenido batería hubiera escrito en sus notas. «Día 4. Toca volver a la casa de mi padre».