El día después de la vuelta a casa del hijo pródigo

Mientras que las nubes grises se alejan en el cielo, un rayo de luz fuerte, más potente que el resto, golpea al hijo menor en el rostro. Sigue recostado en el suelo. Ha dormido encogido en posición fetal, en el parqué de madera, a la vera de una cama que ha pasado la noche desangelada. Vacía. El joven, entre sueño y sueño, ha acabado boca arriba. Con brazos y piernas estiradas, como si estuvieran a punto de dibujar un ángel gigante la nieve. Bosteza. Saca de dentro un gran quejido. Hace un ademán de incorporarse.

Al fin, tras pensárselo dos veces, se levanta de un salto. Es puro nervio. Se dirige directo al baño. Le duelen todos los huesos. Lógico. No tienen apenas músculo ni carne para reposar. Tiempo al tiempo. Sólo lleva una noche en casa y una cena. Se baja los calzoncillos y los pantalones, se sienta en el retrete y su estómago se deshace con rapidez de los restos de un ternero cebado. Suspira. Se levanta más ligero. Se sube de nuevo los pantalones. Tira de la cadena.

Coge agua del barreño. Y se la arroja a la cara para quitarse las legañas. El agua sigue caliente. Está limpia. Ayer utilizó el mismo cubo para limpiarse el barro del camino. ¿Magia? No. La habrán cambiado durante la noche. Algún sirviente. O su propio padre. Se mira de nuevo al espejo. Se ha quitado unos años de encima.

Busca su antigua maquinilla de afeitar. La encuentra. Es de las pocas cosas que se dejó en casa cuando se marchó. Después de untarse un poco de jabón en las mejillas, rasura bien la piel de su cara y se quita los pocos pelos rebeldes que le salen en algunos lugares del rostro. En la perilla se pueden entrever incluso algunas canas. Limpia la maquinilla y se echa más agua en la cara para limpiarse. Afeitado parece un adolescente. En su rostro aparece una media sonrisa, que nunca termina de desplegarse por completo cuando está solo. Entre sus delgados labios salen a relucir sus dientes, tintados aún por el vino rosado de la cena. Coge el cepillo de dientes, echa un buen pegote de pasta y empieza a frotar las encías. De arriba a abajo. De izquierda a la derecha. Repite la operación. Una y otra vez. Coge un buche de agua. Hace gárgaras. Escupe. Un poco de sangre mezclada con restos de vino y agua. Exhala aire con todas su fuerzas. El oxígeno le sabe bien. Como un trago de whisky duro. Suspira.

Ha dormido solo con los pantalones puestos. Hace calor en aquella casa a pesar de que la calle está completamente gélida, cubierta con una mullida capa de copos de nieve. Aún no es Navidad, pero queda poco. Se desnuda del todo. Antes de arrancar el día quiere limpiarse en profundidad. Que no quede rastro de su antigua vida. Sus mejillas se sonrojan. Quiere estar presentable. Para su padre. ¿Para su padre?

Coge una esponja y empieza a frotarse la piel con ganas, jabón y agua caliente. Repasa bien sus codos y sus rodillas. Termina metiendo de nuevo la cabeza, con sus cabellos largos enredados, en el cubo de agua cálida, como hizo anoche. Contiene por segundos —parecen minutos— el flujo del aire a sus pulmones. El mundo se para. En seco. Saca la cabeza chorreando como si fuera a rematar un balón y empapa toda la pared. Respira jadeando. Le falta el aire. ¿Cuántas veces le había faltado el aire y ni siquiera se ha dado cuenta de ello? Se mira de nuevo en el espejo mientras se seca. “Parezco un hombre nuevo”, se repite. De golpe y porrazo, una duda se cuela en su cabeza. “¿Parezco un hombre nuevo o soy un hombre nuevo?”.

Vuelve a la habitación para buscar la camisa blanca que le prestó ayer su padre. Las sandalias están en la alfombra y la camisa doblada, encima de la cama, sin ninguna arruga. Aún huele a flores. Percibe un matiz. Una fragancia a rosas rojas recién cortadas. ¿Y las espinas? Siente de repente un escalofrío por todo el cuerpo. Corriendo, aún medio mojado, se pone la camisa, los calzonzillos, los pantalones. Sigue descalzo. Casi se resbala.

Se dirige de nuevo al lugar en el que está empezando a sentirse más cómodo en aquella casa enorme. El espejo. Entre los botones de la camisa revisa, como si fuera su propia madre, que se ha limpiado bien el ombligo y que no queda rastro de suciedad en ninguna parte de su cuerpo. Ve de nuevo las cicatrices que adornan su piel escuálida. Unas líneas rojizas que tardarán en irse. ¿Desaparecerán alguna vez? Se lo preguntará a su padre. Vuelve a ser un niño. El niño que nunca quiso dejar de ser.

Piensa en su hermano. “Es normal que me odie”. Él tampoco quiere verle. “Mi hermano, don Perfecto”. Su hermano le recuerda quien era. Y quien no puede llegar a ser. “Tu hijo”. Esas dos palabras las lleva clavadas, como un dolor fuerte de estómago, desde anoche. Escupe en el lavabo. Baja la mirada al suelo. Sus pies siguen callosos y sucios. Desiste de limpiarse más. Se pone las sandalias.

—¡El desayuno está listo!—grita uno de los sirvientes de su padre por el hueco de la escalera. El joven se emociona. El hijo menor ya no es el hijo pródigo.

Recobra el ánimo. Vuelve a tener hambre. Mentira. Nunca deja de tener hambre. Endereza la cabeza para contemplar su rostro en el espejo. Toma el cepillo del pelo, se hace una raya a la izquierda y separa sus mechones ondulados y castaños, poco a poco. Poco a poco. Su melena larga y castaña ya no parece un estropajo. Antes de bajar a desayunar se contempla por última vez. Esta vez se asoma como un junco al cristal de la ventana, al trasluz. Sus ojos están relucientes. Reflejan el sol potente. Antes de abrir la puerta, coge el peine como si fuera un pincel y se coloca bien el flequillo. Sus dientes aparecen otra vez entre sus labios. Completamente blancos. Sus mejillas están despejadas y sonrosadas. Y su frente despejada. Suspira. De alivio. Es un nuevo día. El día después de la vuelta del hijo pródigo a la casa del padre. ¿Su casa? Su casa. Abre la puerta, la deja a su espalda y da un portazo.

— Papá, ¡ahora mismo bajo!—grita escalera abajo.

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