De la mano de mi papá

De niño me encantaba ir de la mano de mi papá. Recuerdo con ternura como, cuando salíamos de paseo, mis pequeños dedos quedaban sumergidos bajo la piel rugosa de aquel hombre que me hacía sentir seguro. Confiado. Feliz.

Una tarde, unos mocosos del barrio se rieron de mí: “¿Vas siempre de la mano de tu papá, enano?”, me dijeron. Fue la primera vez en la que sentí auténtica vergüenza. Atemorizado, arranqué con fuerza la mano de la de mi padre. Como quien rompe un nudo bien atado. De un tirón. Salí corriendo.

Sin pensar adonde me dirigía, empecé a correr y a correr sin ningún destino. Crucé la calle. No esperé a que se pusiera el semáforo en verde. Casi me atropellan. Al final, terminé tropezándome con el bordillo. Y me clavé en el muslo los restos de una botella de cristal rota que estaba en el suelo. Mi padre salió corriendo rápidamente detrás de mí.

En dos zancadas, llegó a mi lado. Con sus corpulentas manos me cogió en brazos, me acurruqué en su pecho y, sin ningún reproche, mientras yo lloraba y lloraba, me llevó al hospital. «¡Tranquilo, hijo! ¡Tranquilo, hijo! ¡Estoy contigo!», recuerdo que me repetía por el camino.

En la sala de espera de urgencias, mi padre no me dejó en ningún momento solo, aunque yo gritaba y lloraba tanto que casi no podía verle. Del dolor, se me olvidaba que estaba a mi lado. Mi padre no me quitó el cristal que tenía clavado en el muslo. Tampoco dejaba que yo lo hiciera. Yo no lo entendía. ¡Me dolía! Más tarde me contó que sólo había dos opciones: sufrir un poco o morir desangrado.

Sí que recuerdo que acariciaba mi cabeza con su mano, la cabeza de su pequeño grandullón. Y que me decía que no me pasaría nada, que confiara en él. Que todo iba a salir bien. Pero a mi me seguía doliendo. Aunque me sonreía para que no me preocupara, no podía esconder su cara de inquietud. Es muy malo disimulando.

Cuando el médico me llamó a la consulta y empezó a retirar los trozos de cristal con mucho cuidado, yo seguía llorando y gritando: «¡Papá, me duele! ¡Papá, me duele!» Él me miraba con ternura. «Yo ya he pasado por algo parecido antes, hijo, y aquí estoy. ¡Sé valiente, grandullón!», me dijo apretando de nuevo mi mano con fuerza.

Mientras el médico me curaba, él retorcía sus manos. Y apretaba sus puños cada vez que hurgaban en mi pierna. ¡Ni que tuviera una herida como la mía! Creo recordar que sus ojos también brillaban, como los míos, cuando el doctor echó alcohol a mi herida para limpiarla. Pero él no gritaba. Incluso trataba de bromear.

Se relajó por fin cuando vio que yo lloraba cada vez menos. El médico me había puesto un calmante que empezaba a hacer efecto mientras enrollaba con fuerza una venda en mi pierna para taponar el tajo que me había hecho. Sólo entonces, mi padre se sentó. Estiró las piernas, relajó su hombros, dejó las manos reposando sobre sus rodillas y miró al techo como si buscara el cielo. Suspiró. Todo había pasado.

Cuando el médico terminó de curarme y nos dijo adiós, recuerdo que mi padre me cogió en brazos de nuevo. Pero haciéndome el valiente, le dije: «Papá, bájame al suelo. Voy a intentar ir andando, que ya soy mayor». Me guiñó un ojo. «Está bien, grandullón, pero haz el favor de darme la mano». Cojeando, como si fuera un héroe de guerra, salí del hospital con la mano izquierda en el bolsillo y la derecha dentro de la mi papá. Más chulo que un ocho. Era ─y aún soy ─ el niño más querido del mundo.

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