Último día de agosto

“¡Último aviso! ¡Último aviso para el tren con destino a Santiago de Compostela!” El revisor anunció a gritos, mientras se secaba los goterones de sudor de la frente, que en dos minutos iban a cerrar las puertas del tren. Pero Raquel, en vez de coger la maleta para volver a su ciudad, aprovechó esos últimos segundos en Madrid para abrazar con fuerza a su novio Carlos, como si fuera a llevárselo con ella. Carlos se dejó achuchar por su novia y, cuando vio que de un momento a otro su chica iba a ponerse a llorar, le recitó una versión de los versos de Bécquer más cursis que conocía, añadiéndole rimas que mezclaban el acento andaluz y el gallego para sacarle una sonrisa. “¡Llora, Raqueliña! No te avergüences de confesar que me quisiste un poco. ¡Venga! ¡Llora, chiquilla! Que nadie nos mira. Ya ves; yo soy un hombre y por eso nunca lloro”. Los ojos de Carlos resplandecían.

Cuando se cerró la puerta del vagón, Carlos sintió un terremoto en su estómago. No quería alejarse otra vez de aquella gallega castaña con un mechón rubio en el flequillo que le había enamorado. Aquel chico que solo se quitaba su gorra para dormir pensó durante años que su vocación era ser un verso suelto. Estar libre. Sin ataduras. Pero el tren empezó a andar y Carlos giró la cabeza. Tenía ganas de ver otra vez a Raquel. De contemplar cómo se peinaba con los dedos aquel mechón rubio. Sus ojos brillaban mientras decía adiós a su chica con la mano.

Se sentó en la cafetería de la estación, encendió un pitillo y se puso a escribir en su agenda. Hace unos meses se lo había recomendado una psicóloga a la que había estado visitando durante algún tiempo. “31 de agosto. Hemos pasado dos semanas enormes. Lo necesitaba. Hasta ahora la vida había sido un asco”.

Cuando ya estaba más tranquilo, Carlos se bebió una botella entera de agua helada para aguantar el calor, respiró profundamente y se metió en el coche. Sin poner la radio ni el aire acondicionado, con la ventanilla bajada, cogió a toda velocidad la circunvalación. Pero sus pensamientos iban aún más rápidos. Como aquel viento pegajoso que le daba en la cara. Cuando se le echó encima un cartel que decía “Salida: A Coruña”, pegó un volantazo.

Aquella madrugada hizo la siguiente anotación en su agenda, mientras Raquel dormía a su lado: “Santiago, 1 de septiembre. Raquel, cuando me ha visto en la estación de tren de su ciudad, seis horas después de que nos hubiéramos separado, creía que había visto un fantasma. Se ha puesto blanca. He mandado a la mierda los radares. Que me busque la Interpol. Me vengo a vivir a Galicia. Sin ropa y sin nada. Que le den al trabajo”.

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