Regando los geranios de esta maceta —que cada vez están más bonitos— siempre me acuerdo de aquella tarde de domingo que no estaba destinada a pasar a la historia de mi vida. Pero que lo iba a hacer. Era pleno agosto, ninguno de mis amigos podía quedar a tomar algo, hacía bastante calor en la calle y, como vivo en un semisótano bastante fresco, pensé que quedarme bajo el aire acondicionado, tumbado en el sofá, era la mejor opción para que pasara lo más rápido aquella tarde de domingo insulsa. Me tomaría un gin-tonic. Jugaría un poco a la videoconsola. Escucharía un poco de música. Poco más. Pero a Oliver se le ocurrió venirse a mi casa.
Oliver es —mejor dicho, era— un treintañero que quería ser un moderno. Pero no podía. Llevaba un pendiente con brillantes en la oreja izquierda y un tatuaje en el hombro derecho con el escudo del Real Madrid. Lo conocía desde que éramos unos críos. Aquella tarde, Oliver, cómo se había dejado el móvil en su casa y se aburría, empezó a hincharme los cojones: “¿Cuándo te vas a sacar el carnet de conducir, nenaza?” “¿Por qué no te mudas de una vez de este antro?” “. Foca, cómo no adelgaces nunca te vas a echar novia” “Mírame, a ver si aprendes algo, chavalote”. Sobre todo me sacaba de quicio cuando utilizaba palabras de los noventa para hacerse el guay. Pobre Oliver, esa tarde me pilló con una sartén en la mano.
Después de pasar una hora aguantándole, en uno de esos momentos de inspiración contados que se tienen en la vida, mientras estaba recogiendo el lavavajillas, cogí la sartén y se la estampé en la cara. Se quedó tumbado en el suelo, con la boca ensangrentada. Atolondrado. Estaba tan furioso que, cuando le miré a los ojos y me dijo que se la iba a pagar, no me pude resistir a pegarle una patada en la cara. ¡Me quedé tan satisfecho! Aunque puedo parecer un psicópata, no lo soy. Cuando pasaron diez minutos, mientras me tomaba una cerveza para celebrar que por fin había tumbado a semejante idiota, me entró cierto remordimiento al ver que no se despertaba y decidí llamar a mi colega Manu.
—Tío, tío, la he cagado. ¡La he cagado! —dije con la respiración entrecortada.
—Ahora te das cuenta —dijo riéndose de mí—¿Qué tal, tío? Vaya mierda de tarde. Mi novia se ha puesto mala con la regla y aquí estoy, tragándome la segunda película romántica del día.
—Manu tío, un sartenazo, Manu. ¡Manu, tío! ¡Manu, tío!
—Estás pirado. ¿Qué te has tomado? Te tengo que dejar, que la peli se está poniendo interesante.
Manu colgó. Y yo me quedé de nuevo solo con el muerto. Al menos no le había contado nada a Manu, porque, ahora que lo pienso, hubiera tenido doble trabajo aquella tarde de domingo. Respiré profundamente, toqué la muñeca de Pepe y descubrí que estaba más frío que mi congelador. Quité el aire acondicionado. Y empecé a envolver el cadáver en papel higiénico y en bolsas de plástico. No sé cómo lo logré, porque un muerto pesa el doble que una persona normal y Pepe no era precisamente un tirillas, pero conseguí meterle en el maletero del todoterreno de mi padre y llevarme el muerto a la sierra.
Esperé en el coche hasta bien entrada la noche, fumando como un carretero y disimulando con la música a todo trapo. No tiré ni una colilla en el campo, que soy bastante respetuoso con el medio ambiente. Estaba tranquilo. Tenía a mi favor que nadie echaría de menos a Oliver en varios días, y menos su tatuaje del Real Madrid. No sentía ninguna pena.
Cuando ya no había peligro de que apareciera ningún turista, alumbré cerca del río con los faros del coche y me puse a cavar un hoyo. Lo más profundo que pude. De vez en cuando me ponía a canturrear. Pero no soy un psicópata, siempre suelo cantar el himno del Atleti cuando hago trabajos de jardinería en la casa de campo de mi abuela. Tarde un par de horas en quitar toda la tierra, meter el cuerpo y volver a cubrir el agujero. Pero mereció la pena. Me fijé en unos geranios que estaban a la orilla del río y arranqué unos cuantos de raíz. Pepe, en aquella tierra húmeda, sería el abono perfecto para las plantas. “A partir de ahora, el hortera servirá para algo”, pensé. Cuando llegué a casa, planté los geranios en una maceta. Siempre me recuerdan aquella calurosa tarde de domingo, en pleno mes de agosto, en la que maté a Pepe. ¡Pobre Pepe! Por cierto, me encantan los geranios.