Aquel niño de diez años al que se le había muerto su padre hace un mes comenzó a jugar con sus canicas con mucha ilusión. Las lanzaba desde lo alto de un tobogán del parque y esperaba, con la boca abierta, a que llegaran lo más lejos posible. Pero una de sus canicas, la única que brillaba como lo hace el lucero del alba, salió disparada por el tobogán tan rápido que la perdió de vista. Su madre le observaba desde un banco. Anochecía.
Desde lo alto de aquella atalaya entre los árboles, como un marinero buscando tierra en medio del océano, aquel pequeño delgado y con los ojos grandes se puso a rastrearla con la mirada. Pero no la encontraba. Cada vez más nervioso, sujetando su saco de canicas con el puño izquierdo bien apretado, se tiró por la rampa deslizándose a gran velocidad, se puso de rodillas y comenzó a buscar aquella bola tan brillante, tan bonita y de la que no se separaba ni para dormir. Su talismán.
Cuando ya no sabía qué hacer, arrojó el resto de sus canicas al suelo, y se puso a berrear. “¡Quiero mi canica, mamá! ¡Quiero mi canica, mamá! ¿Dónde está mi canica?” Y seguía llorando sin parar. Su madre intentó darle un balón que llevaba en el bolso para que se entretuviera, pero no logró calmarle. Tampoco lo consiguió a pesar de que la sonrojada mujer, abochornada porque les miraba todo el mundo, le prometió que cuando llegaran a casa le iba a preparar un plato de espaguetis con tomate. “¡Quiero mi canica, mamá! ¡Quiero mi canica!”, gritaba el niño con insistencia, cada vez más fuerte, mientras sollozaba en los brazos de su mamá.
La mujer, desesperada, no sabía qué hacer. Suspiró profundamente y, después de coger aire mirando al cielo, se sentó en un banco arrastrando a su hijo. Comenzó a hablarle susurrando. Bajito. Muy bajito.
—Hijo, hijo, mira, he encontrado tu canica. Mira allí arriba. ¿La ves?
El niño dejó de llorar y una sonrisa volvió a aparecer en su rostro embadurnado de lágrimas de cocodrilo.
—No, mami. No la veo. ¿Dónde está?
Los dos se encontraban mirando al cielo. Anochecía. Pero aún no se podían divisar las estrellas. Sólo la luna llena, más grande y más gorda que nunca. Entonces el pequeño, que tenía mucha imaginación, comenzó a hablar con determinación, señalando el lucero del alba.
—¿A que esa es mi canica, mamá? Sí. ¡Seguro! ¡Seguro! Ahí está mi canica. Está con papá. Al lado de la luna. Papá está en el Cielo. ¿Recuerdas? Creo que en la luna. Él me la regaló antes de irse y ahora la ha vuelto a recuperar. Quiere que vaya a buscarle.
Su madre le abrazó más fuerte que nunca. Ahora lloraba ella. Pero el niño estaba contento. Porque iría todas las tardes al parque para tirarse rápido, muy rápido, por el tobogán. Sería tan veloz como su canica blanca y así vería de nuevo a su papá.