Los dos estaban sentados en la mesa de la cocina, con la puerta y las ventanas cerradas para que no entrara el frío. A través del cristal podían ver cómo el viento desojaba la planta del patio, la misma que hace apenas seis meses, en primavera, estaba vestida con decenas de pequeñas flores rojas. La mujer, pelirroja y con los pelos rizados, apuraba con una mano un cigarrillo y con la otra pasaba con rapidez las cuentas del rosario que su madre le había regalado antes de morir. En silencio, su marido se encendió otro cigarrillo y se levantó para preparar una cafetera. Pasaron varios minutos sin decirse nada. Sólo se escuchaba la maquinaria de las manecillas del reloj de la pared. Al rato, ella empezó a decir algo con la voz entrecortada.
—Pobrecillo, no quiero decírselo. Yo creo que es mejor no decírselo.
—Estás loca. ¿Cómo no vamos a decírselo? En diciembre vendrá a casa y vamos a joderle la Navidad. Tenemos que decírselo—zanjó él.
Ella apagó el cigarrillo. Se levantó, descolgó el teléfono y volvió a colgarlo enseguida. Se sentó de nuevo. Con la mano seguía jugando con el rosario de forma nerviosa. Mientras se fijaba en que a la planta del patio sólo le quedaba una flor roja, se tocó su melena rizada.
La cocina olía a café y a tabaco. Él cogió una taza y la llenó hasta arriba. Pero se arrepintió sobre la marcha y la vació en el fregadero.
—Me tomaré mejor una tila—dijo.
—Pero, ¿cómo vamos a decírselo? —preguntó ella—. ¿Por teléfono? Sin nadie a su lado que le abrace. ¡Qué es muy sensible! ¡Mi niño!
—¿Cómo vamos a hacerlo si no? —le respondió él antes de pegarle otra calada al cigarrillo—. No podemos ir a San Francisco y pegarnos una paliza de diez horas de avión para decirle que nos separamos.
—¿Qué quieres? Que le llame y le diga: Hola hijo, ¿qué tal has pasado el día? ¿Qué has comido? Por cierto, tú padre y yo nos separamos. ¿Por qué no se lo dices tú?
El hombre abrió la ventana para ventilar la cocina. Apagó el cigarrillo en el cenicero y las colillas salieron volando. Las dejó en el suelo. Se sentó de espaldas a su mujer.
—Es ya un hombre. Si quieres se lo digo yo esta tarde, cuando me instale en mi nuevo piso—dijo él mirando de reojo las maletas que había apoyadas en la pared.
—Es sólo un niño. Mi niño. ¡Prefiero decírselo yo! ¡No me fio de ti!
—¿Ya empezamos otra vez?
La mujer volvió a mirar por la ventana y se dio cuenta de que la flor roja se había caído. Agarró el rosario de su madre con más fuerza que nunca. Apretó el puño. Se estaba clavando la cruz y las cuentas de madera en la palma de la mano, pero eso le hacía sentirse más segura. Suspiró. Soltó el rosario en la mesa, se santiguó, descolgó el teléfono y comenzó a marcar.
—Hola, hijo.