El paisaje de la libertad

Aquel pintor de brocha gorda de cuarenta años, llegó a su casa, dejó el abrigo, la bufanda y el petate colgados en el perchero del recibidor, y se fue directo al sillón de la salita. Eran las diez de la noche. Se llamaba Manolo. Sin encender la luz, se dejó caer en aquel asiento acolchado, recostó su cabeza sobre el cojín desgastado que tenía justo detrás del cuello y cerró los ojos por unos segundos. Aún no sabía que aquel día comenzaría, por fin, a vivir. A ser libre.

      Tras un largo bostezo que pareció el aullido de un lobo, estiró el brazo para darle un manotazo al interruptor. Tras recostarse de nuevo en el sillón, mientras que la luz de aquella habitación tintineaba y ganaba textura con temor, simulando el amanecer, Manolo cogió el cuaderno y el estuche con lápices que tenía en la mesa camilla que había heredado de su abuela. Como cada noche de invierno, se tapó con una manta de croché y empezó a completar el boceto de un paisaje que nunca daba por acabado. La habitación terminó de iluminarse por completo.

Después de trabajar como un negro durante doce horas —su especialidad era pintar oficinas de blanco roto— aquel dibujo era la única luz que le quedaba en su asfixiante vida. Era una llama muy pequeña. Casi imperceptible. Pero poderosa. Sin quitarse el mono de trabajo, que parecía un lienzo con los primeros trazos de un cuadro impresionista y con algún que otro agujero provocado por el disolvente, todas las noches se dedicaba durante al menos media hora a perfilar las tonalidades de azul del río de su dibujo. Y pintaba de verde las ramas de los árboles. Y hacía malabares con las gamas de marrón en los troncos y en las laderas de las montañas. Cuando se cansaba de pintar, engullía tres cervezas, una tras otra, en apenas cinco minutos, y, más contento que cuando empezó el día, acababa babeando sobre la almohada de su cama.

Manolo no tenía esposa. Tampoco hijos ni perro. Pero debía pagar la hipoteca que le habían dejado en herencia sus padres. Por eso, de lunes a sábado, se levantaba a las seis de la mañana cuando sonaba el teléfono negro que tenía en la mesita de noche, al lado de una foto suya vestido de comunión que había colocado allí su madre, que en paz descanse. Sentado en la cama, con los ojos sellados aún por las legañas, escuchaba cuál era el encargo del supervisor, un hombre testarudo, grotesco y con una panza enorme que dirigía con vara de hierro un negocio de pintura a domicilio que no era suyo. Se llamaba Adolfo. Pero aquella noche el teléfono sonó antes de tiempo, cuando aquel pintor miraba por última vez su paisaje.

—Manolo, ¿qué haces?

—¿Ya son las seis de la mañana, don Adolfo?

—No, borrachín. Tenemos curro. Te quiero entero en el Ministerio de la calle Bailén en una hora, a las once y media en punto, ¿entendido? Mañana va el gobernador a inaugurar unas nuevas oficinas y el pintor que iba a trabajar toda la noche nos ha dejado tirado. Deja de beber cervezas, holgazán.

—Sí, bwana—dijo el pintor poniendo cara de asco y frunciendo el ceño. Pero el supervisor ya había colgado el teléfono.

Manolo cerró el cuaderno, dejó el estuche en la mesa camilla, se puso el abrigo y la bufanda, metió pequeñas latas de pintura de colores en el petate y salió de nuevo a la calle. Durante los diez minutos que fue caminando hasta la calle Bailén, mientras tomaba bocanadas de aire para poder aguantar la insolencia de don Adolfo a esas horas, aquel pintor de brocha gorda siguió dibujando el paisaje en su cabeza. Se imaginó el cielo encapotado. Con las ramas de los árboles rotas tras un fuerte vendaval. En la puerta del Ministerio le esperaba don Adolfo, que le tiró las llaves con desdén y le dejó todo el material medio tirado en la puerta del edificio.

—Me voy a dormir, borracho. Habrá un guarda de seguridad en la puerta y algún que otro obrero trabajando a destajo. No me pongas cara de pena, cacho carne, que no te van a comer los fantasmas. A las nueve de la mañana vengo a recoger el material y mañana te dejo unas horas libres para que puedas dormir la mona. ¿A que soy bueno?

—Sí, bwana —volvió a repetir susurrando mientras que el supervisor se daba la vuelta para meterse en la furgoneta. Manolo estuvo a punto de escupirle en la espalda, pero se contuvo. “¡Será hijo de puta!”, gritó cuando ya nadie le oía. “La venganza, mejor la serviré en plato frío”, pensó mientras se mordía la lengua.

Ya dentro de aquel edificio de oficinas, con sólo la mitad de las luces encendidas, Manolo inició el mismo ritual de siempre. Ablandó la brocha con disolvente. Destapó las latas de pintura. Y miro a la pared. Cuando iba a resignarse para empezar a llenar aquel lienzo de color blanco roto, recuperó en su cabeza la imagen que estaba rumiando desde que salió de casa. Sacó de su petate una pequeña lata de pintura verde, una de color marrón y otra de color azul. Manolo, acarició la brocha como el mismo cariño que si fuera un pincel, sonrió con picardía y empezó a pintar mientras canturreaba. Por la mañana, la pequeña lucecilla que iluminaba todas sus noches sería más fuerte que nunca. Estaba dibujando en la pared del Ministerio el paisaje más bonito del mundo. Y deslumbraría a todos. Sobre todo al ministro y a don Alfonso.

Anuncio publicitario

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s