Aquel hombre hablaba y hablaba sin parar, haciéndose un remolino con los dedos de una mano en los pelos de la coronilla y sujetando con la otra el teléfono. Yo estaba sentada a su lado, espalda contra espalda, en el bar de la esquina de mi casa donde había una tropa de hombres silenciosos viendo el fútbol. Había bajado a tomarme una cerveza para dejar de escuchar las gilipolleces que suele decir mi marido los sábados por la mañana. De vez en cuando le miraba de reojo.
“Dios mío, parece que no es suficiente cruz tener que aguantar a mi propio marido que ahora me haces aguantar al de otra”, pensé cuando llevaba cinco minutos intentando concentrarme en el partido de futbol que echaban en la tele. Me cambié de sitio. En la barra engullí la segunda cerveza con ansiedad y le pedí al camarero otra. Pero aquel señor buenorro no paraba de charlotear a la vez que daba un sorbito a su taza de té.
“Tío, últimamente mi Mari y yo casi no lo hacemos. Vamos a tener que ir a un asesor matrimonial”. “Estoy apuntado al gimnasio, pero no voy desde hace cuatro meses”. “Me ha contado un padre del cole que el profesor de los niños tiene las uñas demasiado largas y voy a tener que ir al director a quejarme, que un día le va a sacar un ojo a mi niña con sus garras”. “Paco, creo que la Mari me engaña, que está con otro y que me va a dejar. Ya no me mira igual”. De ese estilo eran las frases que aquel marido en crisis le soltaba a su colega, con sólo unos segundos de descanso para mis oídos, que ya están demasiado castigados por el plasta de mi Paco, que últimamente está intratable.
Me pedí otra cerveza y salí a la terraza del bar. Pero aquel marido empalagoso me copió la idea y se salió detrás de mí. Intenté apurar el cigarrillo que me había encendido hace un minuto, para no tener que entablar ninguna nueva conversación con aquel pesado. Pero al final me quedé a su lado. Tenía un culo mucho mejor que el de mi Paco, que acumula más celulitis que yo después del embarazo. El señor colgó el teléfono, y cómo se dio cuenta de que estaba mirándole el trasero recreándome, me preguntó: “¿Qué mira señora? ¿Me he manchado con el té?” Yo le respondí: “Pues qué voy a mirar: tu culo, macizo”. Se quedó hecho un cuadro.
Los hombres son todos iguales. O al menos eso pensaba yo. Aquel marido preocupado por el colegio de sus niños, porque su mujer le iba a dejar y por su falta de rutina en el gimnasio, se transformó por unos segundos en un macho alfa. “Menos mal, no es gay”, respiré aliviada mientras él sacaba pecho de forma ridícula, dejaba de dejar de jugar con el remolino del pelo con los dedos y se hacía el interesante mientras se metía dentro del bar para pedirse otra taza de té. Yo me pedí otra cerveza, que no estoy para tonterías. “Está desentrenado, pero eso lo arreglo yo rápido”, pensé. Me acerqué a él y le dije: “Oye, estoy hasta los ovarios de mi marido y de las conversaciones de las madres plastas, pero si te callas podemos irnos a jugar un rato, que me aburro. Me da igual que sean las doce del mediodía”. Aquel hombre, nervioso, se puso firme como un militar. Se abrochó la chaqueta y, después de pegarle el último sorbo al té y pagar su cuenta y la mía, me cogió del brazo y me llevó a la puerta mientras se encendía un cigarrillo y me ofrecía a mi otro. Sus manos temblaban. Había conseguido ponerle tontorrón. Me pegó un cachete en el culo y me dijo: “Mire señora, usted tampoco tiene un mal trasero. ¿Pero no le da vergüenza? ¿Qué se cree, señora? Que yo quiero mucho a mi Mari”. Y se fue.