¿Cómo sonará el silencio?

Después de estar todo el día escuchando gritar gilipolleces al imbécil de mi jefe, salí a la calle acalorado y, en vez de cagarme en su madre, le pegué una calada a un cigarrillo medio apagado que llevaba entre los dedos como si tuviera dentro oxígeno puro. Traté de encenderlo con el mechero pero la piedra se atascó. Y yo, como un niño enrabietado, lo tiré con fuerza al suelo. Y estalló. “¡Bum!”

      Todos en la calle me observaban, así que traté de disimular rehuyendo las miradas distrayéndome con el único cacho de cielo que dejan entrever los edificios de hoy en día. Tuve la mala suerte de que un avión me jodió el paisaje y la tranquilidad con su motor endiablado. “Ni que fuera un cohete de la NASA”, me dije como un abuelo cascarrabias.

      Me escabullí como pude antes de que una horda de vecinas cotorras empezara a preguntarme qué había sido ese ruido y me fui dando grandes zancadas al metro. Cuando iba a meterme en la estación, tuve los suficientes reflejos y di un paso atrás. Detesto a los quinceañeros que llevan en el bolsillo un altavoz que escupe reguetón. Aunque fue peor el remedio que la enfermedad. En el autobús un bebé empezó a berrear como si hubiera visto la verruga de mi suegra. Y su maleducada madre no dejó de mirar ni un instante la pantalla de su móvil, la muy cabrona. Me acerqué al niño y le puse el chupete. Él lo lanzó al techo con fuerza, como si fuera una botella de cava.

      Cuando me bajé del autobús, aquel niño parecía un angelito. Tengo la sensación de que aquel hijo de puta, lo digo sobre todo por su madre, me miró por la ventana como si quisiera reírse de mí. Para colmo, un motorista hortera, con una chupa de cuero negra, aceleró cuando estaba a punto de cruzar mi calle. Casi me deja sordo con su motor quinqui. “¿Para que sirve la puta policía?”, grité. La madre del niño del exorcista me oyó desde el autobús. Tapó los oídos de su hijo en un ataque de puritanismo.

      Pero yo ya estaba a salvo. En casa. Abrí la puerta de mi piso como pude y, aún con mis neuronas y mis cojones bastante inflamados, la cerré lentamente. Para no hacer ruido. Me quité los zapatos y me tumbé en el sofá bocarriba. Mirando el techo, empecé a sentir un gran placer. Era el silencio. ¡El bendito silencio! Allí no había ni teléfono ni televisión, ni vecinas cotorras, ni motoristas horteras, ni mecheros que hacían las veces de cócteles molotov, ni niñatos que escuchan reguetón en el metro. Tampoco podría molestarme el gilipollas de mi jefe.

      Recostado en mi remanso de paz, sin ningún ruido a mi alrededor, me empecé a poner algo nervioso cuando noté los pasos que daban mis vecinos en el piso de arriba. También percibí una especie de rugido que salí de la parte de atrás de mi nevera, que hasta entonces no sabía que tenía vida propia. Y el ruido constante de las manecillas del reloj que tengo en la pared del salón. Y el teléfono de mi vecina. Y el perro ladrando de mi vecino. Y el portazo que pegó el hijo de mi otra vecina después de que ella gritara con rabia: “¡Niño, castigado!”

      “¿Cómo sonará el silencio?”, me pregunté desesperado mientras creía que iba a darme un infarto o algo peor. En aquel momento percibí el zumbido de mi móvil, aunque lo llevo siempre silenciado. Me clavé las uñas en las palmas de las manos y pensé: “¿A qué lo tiro por la ventana? O mejor, me tiró yo”. El ruido es como el gato de los Picapiedras. Lo echas por la puerta y vuelve por la ventana. Así que me senté mientras notaba como crujían los muelles de mi sofá, me acomodé entre varios cojines y vi de reojo en el teléfono que el cabrón de mi jefe me había escrito para decirme que tenía que volver a la oficina. Y en ese momento le rogué a Dios en silencio que me dejara sordo. Pero como no me oyó, tiré el teléfono por la ventana y me bajé a la farmacia para comprarme unos tapones para los oídos. Algo es algo.

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